En la teoría clásica
económica tres son los factores de producción: tierra, capital y trabajo. Durante
muchos años las economías fueron básicamente agrícolas en ellas el factor
estratégico era la tierra, de ahí que los poderosos fueran los terratenientes.
Posteriormente, con la Revolución Industrial se produce una transformación de
sociedades predominantemente agrícolas hacia sociedades industriales en las que
el factor de producción determinante es el capital. Actualmente vivimos una era
de revolución tecnológica, no menos importante que la industrial, en la que el
factor esencial será el trabajo cualificado o talento (empresas como Google,
Microsoft o Facebook requirieron para su puesta en marcha muy poco capital pero
si mucho talento). Para que España pueda salir de esta crisis mejor posicionada
cara al futuro debe de transformar su modelo productivo. Un modelo español basado
en salarios bajos no es competitivo en un marco de globalización económica.
Sencillamente los bienes españoles así producidos no son competitivos respecto
a los procedentes del sudeste asiático,
por ejemplo. Por tanto, hay que crear el marco para incentivar la aparición y
producción de ese talento, mediante acciones que supongan una retribución
económica y social adecuada de ese talento.
Aplicando esa fórmula conseguiríamos, sin duda,
una mejora del posicionamiento de nuestra economía en el contexto global, pero
esto, a día de hoy, se antoja insuficiente. Cada día nos despertamos con varias
noticias de índole económico, político o social que no contribuyen precisamente
a nuestra felicidad. De un tiempo a esta parte, un sector cada vez más grande
de la sociedad de determinados países se sienten cada vez mas infelices como
consecuencia, fundamentalmente, del sistema económico actual. Un sistema que
establece como una de sus bases lo que Clive Hamilton denominó el modo de vida
esclavo, que es aquel que nos vende que seremos más felices cuantas más horas
trabajemos, más dinero ganemos y, sobre todo, cuanto más bienes acertemos a
consumir, fundamentalmente si esos bienes se relacionan con un determinado
estatus. Durante una época aquellos bienes que nos vendían como pertenecientes
al estatus de mayor prestigio social y por tanto como una de las fuentes más
completas de felicidad puesto que su posesión nos hacían parecer a ojos de los
demás como unos triunfadores, han estado más al alcance de nosotros que nunca,
ya que si no teníamos dinero para adquirirlo, el sistema facilitaba el crédito
para su consecución. El problema es que esta vorágine nunca acababa, al poco
aparecía otro producto que era el que realmente nos iba a hacer felices
(obsolescencia económica programada). En un momento como el actual, en el que
el poder adquisitivo de la mayor parte de la población española ha disminuido
seriamente, la infelicidad y la frustración se incrementa notablemente al no
disponer de medios para satisfacer esas necesidades creadas de forma tan burda.
Más aun si tenemos en cuenta que muchas personas lo pasan realmente mal para
poder cubrir sus necesidades más básicas. El sistema económico actual va en
contra de la dignidad humana, que es un valor supremo. No digo esto sólo porque
nos afecte ahora a nosotros. Al mismo tiempo el sistema produce la explotación
laboral en determinados países emergentes, en cuya población irá creando a su
vez necesidades artificiales que les lleven a asumir ese modo de vida esclavo
completamente antinatural e innecesario. Además, mientras produce excedentes
que son tirados a la basura en el mal llamado primer mundo, el sistema convive
descaradamente y con una crueldad teñida de insensibilidad, con la miseria, el
hambre y la muerte como paisaje habitual en los países del también mal llamado
tercer mundo.
Existen
culturas enteras cuyo objetivo principal no es el beneficio económico o
apoderarse de las riquezas naturales, destruirlas o estropearlas, sino todo lo
contrario, armonizarse con ellas. Puestos en el peor de los casos, que dichas
sociedades fueran igual de infelices que aquellas que se rigen por el sistema
capitalista actual (que no es así), al menos su postura es más inteligente, responsable
y comprometida con el planeta y las generaciones venideras. Por tanto, se hace
necesaria una detención del crecimiento en los términos que entendemos hoy
mismo (crecimiento caníbal) así como una redistribución real de la riqueza. El
objetivo de una sociedad no ha de ser el crecimiento, sino el progreso,
entendido este no exclusivamente desde un punto de vista económico sino desde
un punto de vista humanista. Si observamos bien el problema no afecta sólo a la
economía, ni siquiera los sistemas políticos que se dan en la faz de la tierra
están a la altura de las necesidades de los pueblos que los soportan. No hablo
ya de las dictaduras (ya sean paternalistas u opresoras) es que ni siquiera las
democracias representativas, que se han convertido en el mejor de los casos en unas
oligarquías que disponen de unos medios de influencia para imponer su voluntad
y de unos kafkianos mecanismos de control. Pero no seamos maniqueos, es
demasiado simple y falaz generalizar y pensar que los políticos o los
dirigentes son los malos y el pueblo los buenos. En realidad, todos los grupos
sociales actúan como vasos comunicantes. Los políticos, los dirigentes y los
banqueros salen de la misma sociedad, luego el problema realmente es un
problema de valores de esa sociedad.
Hay otras formas de desarrollo, el desarrollo
de las personalidades, el pleno desarrollo de las potencialidades humanísticas,
ser más humano, más persona. Decía Heidegger que el hombre olvida el ser para
consagrarse al dominio de los entes, de las cosas. Por otra parte, Ernst Jünger
decía que es dentro del ser humano donde es menester que se desarrolle un nuevo
fruto, no en los sistemas. Pues bien, cuanto más nos ocupemos de nuestro ser y
de lo que es realmente importante para nuestra existencia, antes
desarrollaremos ese nuevo fruto que nos hará regirnos con unos sistemas más
humanitarios y que producirán en nosotros un mayor grado de felicidad que los
sistemas actuales.
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