Los nombres propios son
aquellas palabras que, aunque etimológicamente pueden tener un significado,
normalmente este, con el paso del tiempo, se ha perdido de la memoria
colectiva. Por ello,su
elección suele hacerse fundamentalmente por criterios estéticos sonoros, por
herencia, cuestiones sentimentales o modas.
Inicialmente el nombre propio
tenía un significado que aludía a alguna cualidad o característica que se
pretendía que se transfiriera o identificara a su portador. Sin embargo, en la
mayoría de las llamadas “sociedades desarrolladas” el referente de su
significado se ha perdido. En una sociedad con una percepción antropocéntrica,
todas las palabras tienen su significado salvo aquellas que designan e
identifican a las personas. Los nombres propios son palabras que no suelen
estar en el diccionario, aunque son de las más usadas en el día a día. Nuestro
nombre será sin duda la palabra que más veces oigamos en nuestra vida. El
conjunto de experiencias que conforman la vida es el diccionario en el que
aprendemos que significa cada nombre en cada momento para cada uno de nosotros.
Aunque bien pensado, igual se
ha perdido el significado inicial de cada nombre porque ¿es posible que una
sola palabra compartida por personalidades tan diversas defina acertadamente a
todas las que lo comparten?. Quizás como consecuencia del desconocimiento de su
significado original o por el propio hecho de que muchas veces el significado
del nombre no se ajustaba al de la persona , surgieron los motes, sobrenombres o
alias (al final resultó que el jefe de los cazadores de la tribu, Gran Ojo de¨Águila, no veía un bisonte ni aunque le estuviera pisando el pie, como así pasó, y este desgraciado accidente unido con el fuerte acento castellano fruto del contacto con los primeros misioneros españoles hizo que los demás indios en lugar de por su nombre originario pasaran a llamarle, Gran Cojo de Ávila).
A pesar de la pérdida de su significado, un nombre es una
etiqueta, un traje que enfunda y caracteriza a quien lo lleva. Sólo que ese
traje no lo elije normalmente quien ha de vestirlo. Así resulta que a veces ese
traje le viene a uno grande o pequeño,
es demasiado llamativo o extravagante, o bien está pasado de moda o lo
lleva demasiada gente.
Por otra parte, llegado un
determinado momento la tribu era tan numerosa que hubo que llevar la cuenta de
quienes la conformaban, identificándolos por su nombre. Así nacieron los registros
oficiales de personas. La inscripción en el registro es la que determina la
existencia oficial de la persona. Sin duda no le damos la suficiente
importancia a este hecho y pasamos por alto que, de esta forma, el ser humano
civilizado es un animal que consigue la proeza de nacer dos veces. Además de
esta forma nos garantizamos la eternidad pues ese nombre que se nos impone,
nunca mejor dicho, el día de nuestro nacimiento, aun pervive a nuestro
fallecimiento. Ese traje que se nos enfunda es nacimiento y es mortaja. El vivo
que no lo tiene no existe oficialmente y cuando muere y su recuerdo desaparece
a la par que lo hacen los seres que recuerdan a esa persona, esta no sólo deja
de existir sino que jamás existió. Para el que tiene nombre, a su muerte sólo
su nombre le sobrevive. Con un nombre, registrado oficialmente, su existencia
está garantizada y hasta es eterna, aunque sea en los libros.
En una época de crisis como la
que vivimos y de tan alta creatividad de los poderes políticos y económicos,
esta reflexión sobre la importancia e historia de los nombres propios no es baladí, aunque desgraciadamente creo que estos poderes no han
podido entrar a valorar su importancia. Probablemente como consecuencia de que
las pesadas digestiones que produce la alta cocina creativa que tienen que sufrir
en esas comidas que, de una forma u otra todos pagamos, requieren una
concentración extra de sangre en el sistema digestivo y, consecuentemente, una
disminución de la disponible en el sistema nervioso para el ejercicio de sus
altas actividades pensadoras.
Fíjense la importancia de lo
expuesto: seguro que los problemas de hambre en los países subdesarrollados
tienen su origen en la inexistencia o ineficacia de esos registros civiles. Si
estas personas inscribieran sus nombres en dichos registros pasarían a existir
y por tanto, podríamos empezar a pensar en ellos (“mire usted, cómo vamos a
repartir con ellos si es que no sabíamos ni que existían”). Luego ahí está
la solución, nada de ayudas al desarrollo oiga, a crear registros civiles a
troche y moche y ya después, si eso, se reparte.
Y si no, se puede operar al
revés, si así lo creen mejor estos poderes. Por ejemplo, respecto al problema
del desempleo que afecta a España, este se vería resuelto inmediatamente no
registrando a determinados ciudadanos (“ ¡Oh!, lo siento, si el niño no
viene acompañado de una oferta de trabajo o no hereda determinada fortuna no
puede tener nombre, si acaso llámelo usted Invisible, ¿a quién no le gustaría
ser invisible hombre de dios?, seguro que usted ha soñado alguna vez serlo, ¡eh!,
picarón. ¡Venga hombre!, anímese todos los días no nace uno con superpoderes ”). De esta otra forma todos contentos, los
invisibles con su superpoder de la invisibilidad y los poderosos, tan
altruistas, sacrificándose por nosotros, manteniendo su cuota de poder.
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