Desperté y
vi a cientos de personas tiradas en el suelo, en condiciones penosas, muriendo
indignamente. Muchos de ellos eran niños, sin síntomas todavía, que permanecían
al lado de sus madres agonizantes. Con ellos moría parte del futuro de este
mundo. La gente huía de los enfermos y los abandonaba a su propia suerte. No
existía ni siquiera la infraestructura necesaria para tratar a una población
sana. En los medios apenas se ensalzaba la valentía y solidaridad de las pocas
personas que permanecían junto a los enfermos. Las noticias se ocupaban
fundamentalmente de los escasos contagios producidos en los países
desarrollados. Entonces me levanté del sofá y apagué el televisor. Cogí el coche
y me dirigí hacia el trabajo. Durante el trayecto me asaltaron algunas
preguntas: ¿qué utilidad tienen los organismos internacionales?, ¿quién o qué
determina el valor que tiene un vida?, ¿vale más la vida de un perro que la de
un niño africano?, ¿a cuántos negros equivale la vida de un blanco?, ¿en qué
momento olvidamos la solidaridad? Sumido en estas preguntas conducía como un
autómata hasta que vi una luz roja. Detuve el coche a la altura del semáforo. Junto
a él un adulto joven de complexión fuerte ofrecía sus pañuelos a los
conductores. Subí rápidamente la ventanilla, era negro. Entonces descubrí que
yo también había sido contagiado por una de las epidemias más nocivas para la
humanidad, la del miedo.
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