sábado, 1 de noviembre de 2014

EPIDEMIA DE MIEDO

  Desperté y vi a cientos de personas tiradas en el suelo, en condiciones penosas, muriendo indignamente. Muchos de ellos eran niños, sin síntomas todavía, que permanecían al lado de sus madres agonizantes. Con ellos moría parte del futuro de este mundo. La gente huía de los enfermos y los abandonaba a su propia suerte. No existía ni siquiera la infraestructura necesaria para tratar a una población sana. En los medios apenas se ensalzaba la valentía y solidaridad de las pocas personas que permanecían junto a los enfermos. Las noticias se ocupaban fundamentalmente de los escasos contagios producidos en los países desarrollados. Entonces me levanté del sofá y apagué el televisor. Cogí el coche y me dirigí hacia el trabajo. Durante el trayecto me asaltaron algunas preguntas: ¿qué utilidad tienen los organismos internacionales?, ¿quién o qué determina el valor que tiene un vida?, ¿vale más la vida de un perro que la de un niño africano?, ¿a cuántos negros equivale la vida de un blanco?, ¿en qué momento olvidamos la solidaridad? Sumido en estas preguntas conducía como un autómata hasta que vi una luz roja. Detuve el coche a la altura del semáforo. Junto a él un adulto joven de complexión fuerte ofrecía sus pañuelos a los conductores. Subí rápidamente la ventanilla, era negro. Entonces descubrí que yo también había sido contagiado por una de las epidemias más nocivas para la humanidad, la del miedo.




No hay comentarios:

Publicar un comentario